Con el tiempo las historias se explican por si solas.
Hubo una vez -una única vez- en que sorprendí a mí misma, fue cuando compré el tocador. A día de hoy sigue pareciéndome sorprendente y me pregunto si todavía vale la pena el esfuerzo que hice.
Hubo una vez -una única vez- en que sorprendí a mí misma, fue cuando compré el tocador. A día de hoy sigue pareciéndome sorprendente y me pregunto si todavía vale la pena el esfuerzo que hice.
Cargándolo en brazos me preguntaba por los aspectos más mundanos: si no iba a resultar demasiado grande, o demasiado estrecho; si no era demasiado blanco en comparación con el color del mueble donde me proponía colocarlo y claro ¿dónde iba a colocarlo? Sobre la cómoda, porque resulta ser una cómoda bastante alta y, por tanto, me era difícil decidir qué poner encima suyo para aprovechar mejor el espacio. Durante todo aquel tiempo, temía que, la que en principio me había parecido una excelente idea-compra, terminara siendo un mueble inservible, inútil, desaprovechado o excesivo.
Cuanto más vueltas le daba, más necesario me parecía hacerme con un tocador de base, y cuando por fin lo encontré era sencillamente perfecto: un espejo ovalo sobre una estructura formada por dos cajones a los lados y una bandeja profunda. Compré el tocador y lo coloqué sobre la cómoda, como había decidido, y durante un momento me sentí bien. Distribuí mis cremas (potingues variados) y perfumes como suelo hacer siempre a la primera: con desgana. Esperaba que encontrasen por si solos el modo de encajar como piezas de un puzzle sencillo (me sucede lo mismo con los libros de mi librería y con los calcetines en su cajón). Una vez, cremas y perfumes se organizaron primero por uso y después por tamaño, fue el momento de desordenarlo y volver a empezar. Cuando terminé -si es que alguna vez se termina de ordenar- pasamos a decorar las bases de los dos cajones. Isis primero, poco después un unicornio negro, Sekhmet substituyendo al unicornio hecho añicos, y por último, un par de velas con las que recordar diariamente a mis dos gatos. Actualmente, únicamente Isis y Sekhmet comparten el espacio, evitándose; entremedio, el espejo ovalado siempre cubierto con una tela blanca acorde a las tonalidades del resto del mobiliario. ¿Para qué quería yo un tocador?
Cuanto más vueltas le daba, más necesario me parecía hacerme con un tocador de base, y cuando por fin lo encontré era sencillamente perfecto: un espejo ovalo sobre una estructura formada por dos cajones a los lados y una bandeja profunda. Compré el tocador y lo coloqué sobre la cómoda, como había decidido, y durante un momento me sentí bien. Distribuí mis cremas (potingues variados) y perfumes como suelo hacer siempre a la primera: con desgana. Esperaba que encontrasen por si solos el modo de encajar como piezas de un puzzle sencillo (me sucede lo mismo con los libros de mi librería y con los calcetines en su cajón). Una vez, cremas y perfumes se organizaron primero por uso y después por tamaño, fue el momento de desordenarlo y volver a empezar. Cuando terminé -si es que alguna vez se termina de ordenar- pasamos a decorar las bases de los dos cajones. Isis primero, poco después un unicornio negro, Sekhmet substituyendo al unicornio hecho añicos, y por último, un par de velas con las que recordar diariamente a mis dos gatos. Actualmente, únicamente Isis y Sekhmet comparten el espacio, evitándose; entremedio, el espejo ovalado siempre cubierto con una tela blanca acorde a las tonalidades del resto del mobiliario. ¿Para qué quería yo un tocador?
No es el único espejo cubierto en mi dormitorio, en mi armario de tres puertas hay una puerta maldita. Es la puerta del espejo exterior, un espejo que de no estar cubierto (que lo está) reflejaría el pasillo casi perfecto que los muebles a banda y banda han abierto, y cruza mi habitación por completo.Ese espejo también está cubierto con una cortina improvisada, tela blanca. Encaje y repetición.
Repetición y encaje. Me pregunta mi madre y esquivo la pregunta, me preguntan mis hermanas, les critico que pregunten. Porque la respuesta es la misma que ya daba de pequeña, cuando me quejaba por el espejo que cubría toda la pared del recibidor (algo muy del estilo de los ochenta). Me veo a trozos. El espejo del recibidor estaba moteado y formado por espejos cuadrados que iban encajando como ladrillos en una pared. Con el tiempo, los paneles/espejos habían ido separándose porque los edificios también cambian de postura y los muebles crujen, los cajones no cierran como antes y entre baldosas van apareciendo trincheras oscuras. Con el tiempo, el espejo-pared del recibidor de mi casa me descomponía, me mostraba surcos donde no los había y decidía por mí convertirme en una muñeca de trapo descoyuntada.
Repetición y encaje. Me pregunta mi madre y esquivo la pregunta, me preguntan mis hermanas, les critico que pregunten. Porque la respuesta es la misma que ya daba de pequeña, cuando me quejaba por el espejo que cubría toda la pared del recibidor (algo muy del estilo de los ochenta). Me veo a trozos. El espejo del recibidor estaba moteado y formado por espejos cuadrados que iban encajando como ladrillos en una pared. Con el tiempo, los paneles/espejos habían ido separándose porque los edificios también cambian de postura y los muebles crujen, los cajones no cierran como antes y entre baldosas van apareciendo trincheras oscuras. Con el tiempo, el espejo-pared del recibidor de mi casa me descomponía, me mostraba surcos donde no los había y decidía por mí convertirme en una muñeca de trapo descoyuntada.
Para no verme a trozos.
Descubro que existe la catoptrofobia, que se define como el miedo a los espejos y a mirarse en ellos. No es el conocido miedo supersticioso a romperlos en trozos irrecuperables, no es por los 7 años de tristezas, ni si quiera por la posibilidad de ver un más allá acercándose si me quedo quieta entre dos espejos observando de mientras las puntas abiertas de mi pelo y la arruga tan fea que me hace esta camisa en la espalda. No es ese tipo de miedo que podría encajar en la sinopsis de una mala película de género. No lo es.
Sin embargo, el recelo y la distancia están ahí. Un espejo entero me produce la misma inquietud que un espejo descompuesto en cientos de pequeños trozos y esquirlas. Vivo rodeada de espejos y superficies lisas en las que reflejarme y de todas ellas sin excepción huyo en la medida que me es posible; y si no me queda escapatoria, trato de conciliar el pensamiento de que en realidad no están ahí, que no pueden reflejarme sin interesarse en mi consentimiento. En cierto modo, supongo que mi alma sigue siendo mía (si es que fuera esa la raíz de este miedo)
Sin embargo, el recelo y la distancia están ahí. Un espejo entero me produce la misma inquietud que un espejo descompuesto en cientos de pequeños trozos y esquirlas. Vivo rodeada de espejos y superficies lisas en las que reflejarme y de todas ellas sin excepción huyo en la medida que me es posible; y si no me queda escapatoria, trato de conciliar el pensamiento de que en realidad no están ahí, que no pueden reflejarme sin interesarse en mi consentimiento. En cierto modo, supongo que mi alma sigue siendo mía (si es que fuera esa la raíz de este miedo)
Evito pasar por delante de espejos del mismo modo que los confronto de no quedarme otra opción. Cuanod los confronto evito darme la vuelta dándoles la espalda, lo que convierte compartir ascensor en algo un poco más incómodo de lo que ya de por si es normal. La nuestra es una relación complicada, repleta de bailes y concesiones; la nuestra es una relación complicada porque no existe ese rechazo visceral a la presencia del otro que tan fácil hace las cosas, sólo existe la exigencia de la prudencia ante una sensación de peligro velada y vestida con ropajes de cotidianidad (el peor de los escenarios).
Temo los espejos, porque me reflejan quieta, descoyuntada y fijada a un punto sin abarcar la totalidad de lo que soy, descartando todo lo bueno y todo lo abyecto que hay en mí. Por eso cubro los espejos con velos blancos, velos de blanca muerte.
Tengo miedo a los espejos
En la imagen que el espejo ofrece, encontramos tan sólo un aspecto de nuestra figura física, un instante de nuestra expresión en una imagen fragmentaria. Por eso la rechazamos, aunque sea bella; nos horroriza, ni puede ser aceptada; pues la unidad del ser viviente rechaza como degradación, y aun calumnia, su descomposición fragmentaria. Aunque sólo sea porque la fragmentación de la vida la reduce a muerte, al ser. Es espejo nos dice así eres. Y es cierto, en tanto que ser, desde el ser así somos. Mas no es cierto, porque es sólo un instante y es quietud aunque nos estemos moviendo, y es parcial (...) **María Zambrano, Los Sueños y el Tiempo.
Temo los espejos, porque me reflejan quieta, descoyuntada y fijada a un punto sin abarcar la totalidad de lo que soy, descartando todo lo bueno y todo lo abyecto que hay en mí. Por eso cubro los espejos con velos blancos, velos de blanca muerte.
Tengo miedo a los espejos