A veces me pregunto porque persistimos en decir que somos mortales, como autoasignándonos la responsabilidad de morir, recalcando día a día tan sólo el "posible" final. Escribo posible entrecomillado, porque aquí cada cual que decida callar o proclamar la mesura-la intensidad de su alma inmortal, o por el contrario la vacuidad de la misma, la posible negación de ella incluso.
No es esta la pregunta que me hago
Si lo es la siguiente, la primera que he escrito: ¿Por qué persistimos en decir que somos mortales?. ¿Por qué no decimos de nosotros mismos que somos nacidos y nacidas? Y así nos reclamamos como Venidos a este mundo sin más, con la misma incertidumbre con la que nos vamos a ir... eso nos dicen.
Me hace sospechar. Últimamente pienso demasiado en las palabras, en el sentido y en el significado, el propio y con aquel que van quedándose con el tiempo; pienso en cómo poco a poco voy errando en su uso, como parece ser que me he instalado en una cómoda butaca lingüística que va amoldándose a todo aquello que pienso, aunque hay quien diría que es precisamente el uso de un cierto y acotado vocabulario el que moldea mi pensamiento y no otro.
Y así, sigo pensando en porqué escojo un verbo y no otro, en cómo y porqué insisto en construir aberraciones a base de preposiciones; sobretodo, pienso en los errores y en los "hacendados" de más. Pienso, sin más.
Es más, las palabras que pienso me llevan al almacén de todo lo que he ido intuyendo a lo largo de los años, todo aquello que nunca han tenido nombre y que por ende se queda en la sombra, agazapado y esperando, hasta que alguien por mí las nombra, les da un cuerpo (su cuerpo) formado por trazos, por golpes de muñeca, por un divertido teclear (entonces no intento imaginarme esas uñas arañando las letras sobreimpresas). Cuando él o ella nombra y da a luz al pensamiento que he llevado en mí, intuido y huérfano, es entonces que veo cuan largo es el camino de los pensamientos y qué desconcertante el senderillo de los míos tras esta bruma.
Pensar en palabras me da pie a pensar en la neblina que emboza mi frente, traba mi lengua y que coloca una mano fuerte y callosa sobre mis labios. No quisiera decir que no sé ya nombrar ni deletrear, no quisiera hacerlo y no lo hago, sumergiéndome en el páramo de esta particular batallita. Me desdoble y me parto las rodillas a base de dicotomías, que con cada amanecer pierden un poco su lustro y refinamiento semiótico.
Antes vivía, de cuclillas en la cornisa de la dialéctica... ahora, ahora prefiero cohabitar con la jauría de "intuiciones" que he ido dejando sin nombrar. O el vendaval de allá a fuera o la calidez de las estancias oscuras, de lo no visible y sí sentido. No se trata de una habitación del pánico mental, de una barrera, se trata más bien de arañar el teclado y de escuchar el centenar de vocecillas que sienten mi día a día.
Ayer me acosté creyendo firmemente en la inmortalidad de mí, que fluye y que es capaz de construir un cerco, un habitáculo bien iluminado.
Hoy me he despertado pensando en la insolvencia, en el poco sentido que tiene y aporta considerarnos mortales, venidos a morir, cadáveres andantes, muertos en vida, zombies postestructuralistas, fantasmas sin carne cuyo rol es múltiple e insoportable... y cuantas otras acepciones conozcáis.
Se pone el sol tras las ventanas, una de mis manos está fría y la otra palpita todavía cálida, desafiante.
¿Por qué decimos de nosotros mismos que somos mortales? Si lo único que es real, por físico y por doliente, es que somos meramente nacidos.
Será que no he sido todavía capaz de establecer contacto con mi alma, de hablarle y escucharla; y persisto en comunicarme con mi carne y no a través de ella, llamándola dulcemente y a voces, porque sé que mora al fondo de la estancia de las intuiciones y mucho más allá: mi alma.
No es esta la pregunta que me hago
Si lo es la siguiente, la primera que he escrito: ¿Por qué persistimos en decir que somos mortales?. ¿Por qué no decimos de nosotros mismos que somos nacidos y nacidas? Y así nos reclamamos como Venidos a este mundo sin más, con la misma incertidumbre con la que nos vamos a ir... eso nos dicen.
Me hace sospechar. Últimamente pienso demasiado en las palabras, en el sentido y en el significado, el propio y con aquel que van quedándose con el tiempo; pienso en cómo poco a poco voy errando en su uso, como parece ser que me he instalado en una cómoda butaca lingüística que va amoldándose a todo aquello que pienso, aunque hay quien diría que es precisamente el uso de un cierto y acotado vocabulario el que moldea mi pensamiento y no otro.
Y así, sigo pensando en porqué escojo un verbo y no otro, en cómo y porqué insisto en construir aberraciones a base de preposiciones; sobretodo, pienso en los errores y en los "hacendados" de más. Pienso, sin más.
Es más, las palabras que pienso me llevan al almacén de todo lo que he ido intuyendo a lo largo de los años, todo aquello que nunca han tenido nombre y que por ende se queda en la sombra, agazapado y esperando, hasta que alguien por mí las nombra, les da un cuerpo (su cuerpo) formado por trazos, por golpes de muñeca, por un divertido teclear (entonces no intento imaginarme esas uñas arañando las letras sobreimpresas). Cuando él o ella nombra y da a luz al pensamiento que he llevado en mí, intuido y huérfano, es entonces que veo cuan largo es el camino de los pensamientos y qué desconcertante el senderillo de los míos tras esta bruma.
Pensar en palabras me da pie a pensar en la neblina que emboza mi frente, traba mi lengua y que coloca una mano fuerte y callosa sobre mis labios. No quisiera decir que no sé ya nombrar ni deletrear, no quisiera hacerlo y no lo hago, sumergiéndome en el páramo de esta particular batallita. Me desdoble y me parto las rodillas a base de dicotomías, que con cada amanecer pierden un poco su lustro y refinamiento semiótico.
Antes vivía, de cuclillas en la cornisa de la dialéctica... ahora, ahora prefiero cohabitar con la jauría de "intuiciones" que he ido dejando sin nombrar. O el vendaval de allá a fuera o la calidez de las estancias oscuras, de lo no visible y sí sentido. No se trata de una habitación del pánico mental, de una barrera, se trata más bien de arañar el teclado y de escuchar el centenar de vocecillas que sienten mi día a día.
Ayer me acosté creyendo firmemente en la inmortalidad de mí, que fluye y que es capaz de construir un cerco, un habitáculo bien iluminado.
Hoy me he despertado pensando en la insolvencia, en el poco sentido que tiene y aporta considerarnos mortales, venidos a morir, cadáveres andantes, muertos en vida, zombies postestructuralistas, fantasmas sin carne cuyo rol es múltiple e insoportable... y cuantas otras acepciones conozcáis.
Se pone el sol tras las ventanas, una de mis manos está fría y la otra palpita todavía cálida, desafiante.
¿Por qué decimos de nosotros mismos que somos mortales? Si lo único que es real, por físico y por doliente, es que somos meramente nacidos.
Será que no he sido todavía capaz de establecer contacto con mi alma, de hablarle y escucharla; y persisto en comunicarme con mi carne y no a través de ella, llamándola dulcemente y a voces, porque sé que mora al fondo de la estancia de las intuiciones y mucho más allá: mi alma.
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