14 de enero de 2013

Cita del lunes XXIV: poetas y cantores ambulantes

Escribe Robert Graves: 
Desde que tenía quince años la poesía ha sido mi pasión dominante y nunca he emprendido intencionalmente tarea alguna ni establecido ninguna relación que pareciera incompatible con los principios poéticos, lo que me ha valido a veces la reputación de excéntrico. La prosa ha sido para mí la forma de ganarme la vida,  pero la he utilizado como un medio para aguzar mi apreciación de que la poesía es algo completamente diferente, y los temas que elijo están siempre vinculados en mi mente con importantes problemas poéticos. A los sesenta y cinco años de edad me sigue divirtiendo la paradoja de la obstinada persistencia de la poesía en la actual fase de la civilización. Aunque se la reconoce como una profesión culta, es la única para cuyo estudio no existen academias y en la que no hay un patrón, por tosco que sea, con el que se pueda medir la pericia técnica. "Los poetas nacen, no se hacen". La deducción que se espera que uno saque de esto es que la naturaleza de la poesía es demasiado misteriosa para que soporte el examen; es, ciertamente, un misterio todavía mayor que el de la realeza, pues los reyes pueden ser hechos o pueden nacer como tales y las declaraciones que se citan de un rey difunto ejercen poca influencia en el púlpito o en la opinión pública.
La paradoja  puede ser explicada por el gran prestigio oficial que todavía va unido de algún modo al nombre de poeta, como sucede con el nombre de rey, y por la sensación de que la poesía, puesto que desafía al análisis científico, tiene que estar arraigada en alguna clase de magia, y de que la magia es deshonrosa. Es cierto que la ciencia poética europea se basa esencialmente en principios mágicos, los rudimentos de los cuales constituyeron un restringido secreto religioso durante siglos, pero que finalmente fueron desechados, desacreditados y  olvidados. Ahora sólo por rara casualidad de regresión espiritual los poetas hacen sus versos mágicamente potentes en el sentido antiguo. De otro modo, la manera contemporánea de escribir un poema recuerda los experimentos fantásticos y predestinados al fracaso de los alquimistas medievales para convertir un metal vil en oro, con la diferencia de que el alquimista al menos reconocía el oro puro cuando lo veía y lo manejaba. La verdad es que sólo el mineral de oro puede ser convertido en oro; y sólo la poesía en poemas.

 Robert Graves, La Diosa Blanca, Capítulo: Poetas y Cantores Ambulantes (1948).

Quien escriba poesía deberían leer siempre estos dos párrafos, empaparse de ellos y forjar una coraza con cada palabra y sílaba, porque siempre habrá quien, creyendo haber estudiado la ciencia exacta de los versos, la métrica y las metáforas de los colores, apuntará hacia tu trabajo y el mío también y escupirá un: Esto no es poesía.

Yo lo llamaba oleada negra, pero jamás me aventuré a llamarla magia y sin embargo magia es. 

Qué decir que estoy literalmente harta de quienes creen saber que es poesía, de quienes tienen la desfachatez de recontarte los versos y de cuestionar las figuras, las metáforas, las mismas imágenes que yacen escritas.

 

2 de enero de 2013

Kintsugi y nuestras cicatrices de oro y plata

Me habría gustado escribir esta entrada el mismo día de Noche Vieja y decir: Hoy termina el año. Pero, obviamente, no ha podido ser. 

No ha sido hoy, tampoco ayer, sino antes de ayer. La tarde de NocheVieja se me rompió una figura de porcelana negra a la que le tenía una estima fuera de lo común, practicamente ridícula y porqué sí. La compré en un mercadillo de segunda mano y claramente era una figurilla un tanto kistch, pero única y en perfecto estado.

Me pasé gran parte de la tarde recogiendo pedacitos minúsculos de porcelana, despacito, despacito para no romperlos más, para que los gatos no se los comieran y, con sumo cuidado, para que no se me rompieran más en las manos o se me perdieran para siempre o clavándoseme entre las uñas. Una vez recogido, me dispuse a numerar los pedazos más grandes y a partir de ahí numerar en subgrupos los pedazos que iban conformando los restos de aquella figurita de porcelana negra, kistch y a la que tanta estima le tenía y le tengo.

He pensado que el pequeño incidente era un resumen de lo que había sido el 2012. Después, pensándomelo un poco más me dije "mejor no piques tan alto", y concluí que sería mucho más leal pensar que la figura estrellándose contra el suelo de mi habitación era el resumen de MI año, de mi propia actitud a lo largo de este año. Soy esa porcelana negra agrietada, descascarillada y esparcida en forma de polvo blanco, colándome por las juntas de las baldosas del suelo, todo muy digno. Fin de la ironía. Todo eso y cuanto queráis, pero sin dramatismos.

Lo que se rompe puede recomponerse. Según el qué.


Con los dedos quemados por el pegamento he recordado una de las historias que se cuenta sobre el Shogun Ashikaga Yoshimasa. 

Un triste día se le rompió su cuenco de té favorito y decidió hacer lo que estuviera en sus manos por reparar aquel preciado objeto, finalmente lo mandó de vuelta a China, donde se había fabricado, guardando la esperanza de que los artesanos pudiesen salvar y reparar el cuenco de té. Cuando le fue devuelto quedó muy decepcionado por el tosco trabajo que hicieron los artesanos. Habían unidos las piezas con láminas de metal y éstas no casaban del todo, vio con horror como el té se filtraba por las grietas que no habían sido fijadas con éxito.

Decidió entonces pedirle a sus artesanos que reparasen el cuenco de té. En este caso, los artesanos decidieron fijar las piezas con barniz y partículas de oro. Según esta versión de la leyenda, así nació el Kintsugi.

Cuando en la solución del barniz se utiliza plata hablamos de Gintsugi, si por el contrario se utiliza urushi (laca urushi) para fijar piezas rotas entonces deberemos hablar de Urushitsugi.

Obviamente la historia puede ser o no ser cierta, podemos dejarla como una anécota de la Historia o como la leyenda que da sentido al origen de arte y a la filosofía del mismo. Pensadlo. Una pieza rota o mellada es una pieza cuyo precio se devalua, es una pieza que habiendo sido enmendada es fragil o lo parece, porque un plato roto siempre se rompe una segunda vez.

Sin embargo, 

Aquello que primero salta a la vista y que convierte al Kintsugi en mucho más que una bella técnica de reparación, es la equiparación del valor sentimental y el valor material previo del objeto. El menaje reparado con la técnica de Kintsugi incrementa, duplicando y triplicando su valor material/ económico, objetos tan cotidianos como pueden serlo el cuenco, el plato o la taza con los que diariamente nos bastan para comer y beber se convierten en obras de arte, en joyas y en piezas buscadísimas en las casas de subastas.

Pero, en el fondo siguen siendo aquellos objetos originarios, platos, tazas y cuencos que carecían de valor material (insistimos), fundamentales para el sustento vital y la comodidad del día a día, tal vez el único obeto que un hombre puede poseer en vida en muchos, demasiados casos. Objectos Sustanciales e Indispensables, por más que podamos comer y beber valiéndonos de las manos, nuestros dedos como tenedores y nuestras manos como cuencos de donde beber.

La metáfora no se le escapa a nadie. Los objetos trasmutan, sellando las grietas que los afean con puro oro, resaltando con ello las heridas y las fracturas en la cerámica y en el barro, convirtiéndolas en la insignia del más alto valor que el objeto mundano puede alcanzar. Porque: Cuanto está roto puede ser todavía aún más bello.

Intento que al escribir esta entrada, estas palabras, éstas no se pierdam y acaben atoradas en un discurso que gire una vez y otro vez más sobre el ese leimotif del que abusan o abusaban los emos (desconozco la actualidad de la escena emo, ya no sé ni cuales son sus visicitudes diarias). Un trazo o rayote mal dado con un lápiz de carmín simulando un arañazo no es un arañazo real. Creo que hasta aquí todos llegamos.

Esta sociedad vive todavía en una especie de rebufo del románticismo que asusta de verdad, porque todo es emulación, todo es farsa de la farsa de la sátira de lo que una vez fue cierto. Miles de niños y niñas fingiendo delante de sus cámaras, escribiendo entradas en sus blogs, volcando sus heridas superficiales, sus heridas maquilladas, exclamándo: Mirarlas, son grietas de verdad, me las abro un poco más.

Quien realmente se ha roto, se fija los extremos con oro o con plata y vuelve a su cajón como el plato, a su estante como la taza. Vuelve, vuelve a su día a día, porque no hay otra aspiración más allá de la de ser plato y taza.

Ya lo he dicho. Deberíamos aprender a cómo rellenar nuestras grietas con oro y plata, sentirnos orgullosos de lucirlas cuando la ocasión se presta; deberíamos aprender a sentir también cuan ricos somos ahora que estando rotos hemos fijado esos pedazos de nosotros que una vez se esparcieron por el suelo, desintegrándose. Allá donde las piezas se hicieron añicos el relleno será mucho más grueso, más rico y por tanto mucho más importante, y habrá que valorar el espacio que hubo como el relleno que hay. 

También lo he dicho antes, pero reitero que sucede -como sucedió con el el auge de la técnica-, que hay quien rompe su vajilla a proposito para poder repararla y mostrarla orgulloso/a. Siendo un poco más mundanos, menos metafóricos, decir: incluso ahora existen packs de manualidades en tiendas norteamericanas de arte para emular en casa la técnica japonesa, pero esta vez con un pegamento apurpurinado. No es nada difícil encontrarlos.

De nuevo esa insistente necesidad de emular, de fracturar las superficies lisas, pero sólo por encima y muy poco, no sea que realmente golpeemos tan fuerte que rompamos algo de verdad, algo que no sepamos luego fijar por más pegamento o barniz tengamos en casa. 

Mi figura no será ya nunca más la misma. Me faltan piezas, los huecos los tendré que he recomponer utilizando cerámica de manualidades (de la que venden en las casas de arte), pintarla del mismo color y esperar que con un poco de suerte... valga la pena.

Siempre vale la pena.
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